Roberto Ramos Trujillo.
Mientras nuestro espíritu se demora empotrado en las entrañas de un calendario secular que tributa sus mejores estrofas al drama y al dolor, de pronto por fortuna nuestra mirada tropieza con una obra consagrada a reclutar diferentes y depuradas expresiones de la alegría. Por sólo este hecho merecería celebrarse el libro con tragos y tronidos de pólvora fosforescente en el firmamento. Pero figuran otras virtudes de mayor jerarquía en la estructura de este volumen, lo cual suministra estabilidad a nuestro entusiasmo.
A estas alturas casi resulta una obviedad declarar que los fervorosos industriales de la desmemoria y la distracción pertinaz y pueril, se obstinan en el propósito de extirpar del reino del corazón el sentimiento de la dicha y en su lugar pretenden sembrar una estratagema en verdad embelecadora y quimerista: la contemporánea superstición del confort. La quimera predilecta de los mercaderes tecnocráticos es la de escandalizar con la oferta impostergable de la confortabilidad. Pero después de todo y a fin de cuentas ese es el producto más ambicioso que pueden concebir y ofrecer los tracaleros barones del dinero.
Sin proponérselo de entrada la naturaleza de este libro descarrila de cabo a rabo tal inercia de modernidad. Y expreso que sin premeditación en realidad porque las luces que orientan el propósito original de la presente obra, logran penetrar, recrearse y fincar sus reales en el tejido esencial de la condición humana. Después de la lectura de esta antología alegre, advierto que uno de los principales intereses de Raquel Olvera fue el de explorar la más relevante gracia del espíritu creativo. Se trata por cierto de la gracia que de un par de siglos a la fecha se le ha soterrado con taimada severidad, en particular por artistas de ultratumba aturdidos por el estruendo de sus propias tormentas. Esa gracia que resplandece con luz propia no puede ser otra más que la dichosa sensación de la alegría. En esa esfera providencial es donde Raquel Olvera se ha extraviado a propósito y ha demorado el recreo más allá del timbre de la chicharra académica. No en balde ella nació y creció y aprendió a cantar, a bailar, a darle gracias al humo, al amanecer, al azul y a la fogata, a Girondo y a rimar sus palabras frente al fervor de una cascada en Chignahuapan,. Se trata de un pueblo en cuyas márgenes hay una cerro que tiene la tierra irritada porque cuando fue mutilado por la terca diligencia de la maquinaria, mató a un hombre para que lo dejaran en paz. Un pueblo que se entretiene hasta el delirio en la pericia de fabricar esferas, un pueblo que en la tarde lo envuelve la niebla de los picos montañosos , un pueblo que goza del hechizo de un lago para reflejarse por los siglos de los siglos en la claridad del cielo y de la memoria.
El libro que este jueves 25 de marzo del 2004 presentamos en la casa del poeta Ramón López Velarde, ostenta en la cornisa de entrada un dintel dibujado con la imagen de una fresca y roja carcajiada de sandía. En el interior se escucha el rumor cadencioso de una congregación de versos alegres en el éxtasis del brindis. El epígrafe de Francisco Gavilondo Soler lo expresa absolutamente todo e incluso dice un poco más de lo que en realidad supone. Con la destreza propia de los querubines traviesos la anfitriona de esta epifanía antologable premeditó cada detalle y cada ápice de circunstancia de su conjuro de voces dichosas. Vestida de largo entero con la filigrana de su mejor sonrisa recibe la presencia del lector.
El retablo tornasolado de silogismos que integran las páginas de Las flores de la dicha, nos brindan filamentos cuyo destello a su vez nos permite descifrar de una sola mirada el carácter esencial de la antología. O sea que de la víspera de saca el día. Hay algunos versos que concentran en el ritmo de sus sílabas la totalidad de la intención del volumen. Así este libro representa en su conjunto a una mariposa dorada que revolotea sobre el testuz de la producción literaria del momento. Y es también en el páramo de la cosecha editorial una pequeña flor amarilla que aglutina el canto general de la tierra. Hay antologías cuya materia prima es de la misma levadura que sirve para fabricar el pan, otras amarran sus estructuras con cintas de aire, esta que ahora presentamos está manufacturada con la risa de la alegría; entonces habrá más de un lector que se enamore sin remedio de la edición y en los delirios de su nostalgia ruegue como Neruda que puede prescindir del pan, del aire, pero no de la alegría cifrada en los renglones de este libro.
Tengo para mi la impresión de que en la ejecución de esta selección de poesía alegre, Raquel Olvera se permitió un lujo cuyo deseo venía cultivando en lo más recóndito de su corazón. Gracias a la fidelidad que ella profesa a sus corazonadas contamos con este espléndido material.
No obstante el trasiego de tigre famélico no me alcanza la experiencia para calcular el monto del regocijo creativo cuando determinó la ubicación asignada a cada poeta. Roberto Juarroz y Jaime Sabines alternando en las páginas centrales no son una casualidad. Abre el concierto con figuras de la talla de un José Juan Tablada, Antonio Machado, León Felipe, Alfonso Reyes, Oliverio Girondo, Vicente Huidobro, Carlos Pellicer. Y ya después siguen Pablo Neruda con un poema magistral, como es su costumbre, Miguel Hernández. Nicanor Parra, Efraín Huerta. Se permite ella algo que ya no les es posible permitírselo a la realidad, reúne de nuevo las voces de Rosario Castellanos y Dolores Castro. Por cierto que en esta fiesta Rosario Castellano se descubre como una mirada, ella toda es una mirada, Rosario cuando estaba alegre y amorosa no se soltaba el cabello, se soltaba la mirada; la felicidad en ella colinda con la alucinación transparente. Perfectamente vestido con sus versos blancos y sus zapatos para bailar coplas a barlovento, vemos a Don Mardonio Sinta, y por ahí asoma con menor brillo su heterónimo intelectual Francisco Hernández. Sin agarras el baila de la iguana de Francis Mestrie es en verdad memorable. Ivoneas Mendoza hace que nos asomemos a el equinoccio de las pupilas de su niña de seis años y nos comparte el temblor de la alegría que la sacudió para siempre. Hay títulos que empalmados casi arman un verso insuperable: La tristeza tiene un olor... Desierto; Tu hálito..en mi jardín encantado. También algunos nombres de autores ya vienen en sí mismos impregnados de poesía: Coral Bracho, Angélica Tornero, Gabriela Balderas, César Arístides, Marea Luisa Rubio.
María Luisa Rubio denuncia la tiranía de la voz que corresponde a las cuerdas bucales de la tristeza. Por eso ella puede reconocer la presencia de la dicha. Pero al mismo tiempo sólo la reconoce cuando ya se ha marchado, pues suele ser una visita generosa y discreta, que sólo deja su rastro de nostalgia en los labios.
El caudal del concierto es inabarcable en una, dos o tres, cuatro y hasta siete lecturas. Este libro hay que leerlos tantas veces cuantas sea necesario para grabarlo íntegro en el corazón. Si un día despertáramos con la apoteósica noticia de ocho columnas de que dos o tres dignatarios de las naciones más poderosas fueron secuestrados durante el sueño por un vertiginoso y relampagueante comando poético, y que le notifican al mundo entero que no exigen millones de dinero, sino que para liberar a los rehenes éstos tienen que memorizar letra por letra Las Flores de la dicha, otro gallo le cantaría al amanecer del mundo. Gracias.
Roberto Ramos Trujillo.
La dicha tiene raíces en la tierra, crece su tallo y sufre las embestidas del viento y del tiempo. sus flores son, como todas las flores, delicadas, efímeras, pero también iluminan el espacio y el tiempo cuando florecen.
Las flores de la dicha, en poesía son de una especie casi extinguida en un tiempo tormentoso como es el nuestro; pero se dan, tenemos el mejor testimonio de su florecimiento en la antología de poesía alegre que con el título Las Flores de la dicha presenta hoy la editorial Planeta.
Raquel Olvera es la responsable del florecimiento mágico de estas flores a pesar de qque para descubrirlas había de realizar esta antología leyendo y releyendo los poemas para comprender la particular manera de expresar la dicha, pero al leer este luminoso libro podemos decir que pudo lograrlo, a pesar de los aires no muy buenos del D.F. y que la dicha esté “acostumbrada a respirar aires más puros
La dicha va subiendo de tono desde los poemas de José Juan Tablada, Antonio Machado, León Felipe, Alfonso Reyes, hasta culminar en esta parte con Gratitud, de Oliverio Girondo, (agradecido) Poetas tan importantes como Vicente Huidobro, Carlos Pellicer, desfilan con sus flores, creacionistas o tropicale;. José Gorostiza se alegra con el mar, y Pablo Neruda florece con la risa de la mujer amada, Miguel Hernandez desde su prisión,con
la flor de la risa relampagueante de su hijo recién nacido, el poeta dominicano Pedro Mir, que “emborrachó de emoción; y en Chile Nicanor Parra recuerda el delicado olor de las violetas para curar la tos y la tristeza; (con este poema demuestra la finura de la selección antológica, ya que sólo la interpretación del poema obtiene la flor de la dicha)
El canto de alegría de Efraín Huerta es breve, como lo anuncia el mismo título de su poema; en el poema de Alejandro Avilés El don de aquella tarde “hasta las duras piedras florecían.
La selección misma de poetas es un acierto. No eligió la autora seleccionando exclusivamente por la mayor o menor dicha que expresaran los poetas. La selección por calidad es el principal valor de esta antología cuyo horizonte se amplía a Cuba con Eliseo Diego; a Guatemala con Otto’Raúl González; a Perú con Javier Sologuren, Argentina con Roberto Juarroz y el gran Juan Helman; de Marruecos Francis Mestries, de Alejandría Fabio Morábito.
Sobre la selección de otros poetas mexicanos, es necesario añadir que incluye diferentes generaciones de poetas imprescindibles, dichosos en su momento, porque la dicha florece y se deshoja, por fortuna, pues si fuera perdurable se convertiría en rutina y estaríamos ciegos ante ella, o por lo menos distraídos.
Las Flores de la dicha es un hermoso libro, podríamos adoptarlo como libro de cabecera para recordar que la dicha existe.